“Pueden matarnos a todos, pero jamás
derrotarán al pueblo”
Ho Chi Mín
No
conocí a Luis Oviedo y a Diego Píccari. Supe de ellos el sábado, por Carla;
fueron sus amigos. Sus compañeros en muchas largas sesiones de bowling. Conmovida, Carla me contó de
sus muertes en una llamada telefónica durante la cual el horror heló mi sangre
y la rabia abrasó mi pecho. Pero estuve en el velorio de Luis, acompañándola en
su dolor. El de Diego fue en Valencia, así que no pudimos asistir. Luis y Diego
aparecieron asesinados en un matorral adyacente a la carretera de Mampote, uno
con un tiro en la nuca, otro con uno en la sien. Acurrucados, boca abajo. Todo
indica que su ejecución fue la prueba de iniciación para malhechores que
aspiraban a ser admitidos en una de las tantas bandas delictivas que azotan a
los venezolanos.
Me
niego a aceptar que Luis y Diego son solamente números que vienen a sumarse a
los casi 300.000 fallecidos a manos del hampa en los casi 18 años de la
dictadura chavista, quienes tampoco son simples números. Son seres humanos,
nuestros hermanos. Esa pavorosa cifra significa que de cada 100 venezolanos,
uno ha encontrado la muerte violenta aniquilado por malandros. Y también significa
que es muy improbable que haya algún compatriota a quien la muerte por
homicidio no le haya tocado cerca. Todos tenemos un ser querido, pariente o
amigo que ha muerto por obra de la delincuencia patrocinada por el Estado.
Promovidos
a “luchadores de clases”, los hampones fueron dotados de armas, incluso de
guerra; de motos; de dinero; aun de territorios para su explotación como cotos
privados de caza, en los cuales impusieron su ley. “Zonas de Paz”, bautizaron
los revolucionarios a esos territorios adjudicados a las bandas para su dominio
absoluto y la comisión de toda clase de delitos, desde el secuestro y el cobro
de vacuna, hasta el homicidio y el narcotráfico. Pasaron de ser malandros a “buenandros”.Aterrorizaron
a la población de estados enteros. Proliferaron parasitando y exterminando a
ciudadanos de bien.
La
predicción fundamental del marxismo (el marxismo no es más que una
especulación, ni siquiera teoría) es la llamada por Marx lucha de clases. El
Estado socialista se instaura en virtud de una revolución de la clase obrera
(llamada proletariado por Marx) en contra de la clase media profesional,
aquella con oficios, estudios y capacidad de pensar (a la que Marx llamó
burguesía). De esa clase y de las clases más altas provenían los empresarios y
el capital.
Tanto
la lucha de clases como la revolución son concebidas por el marxismo como el
exterminio total de una clase social (burguesía) por parte de otra
(proletariado). Exterminio que garantiza a la nueva clase obrera dominante el
control total de la sociedad por medio de lo que Marx llamó socialismo o
dictadura del proletariado.
En Venezuela
–como en el resto de Latinoamérica- no existe la enorme clase trabajadora de la
Europa de principios del siglo XIX y de la Revolución Industrial. Esta, en
efecto, es prácticamente inexistente. En nuestro continente abunda lo que Marx
llamó lumpenproletariado, o lumpen, esa masa sin preparación, sin oficio, indigente,
desposeída, incapaz de aportar económicamente y sobre todo, incapaz de pensar.
Por
contraste, la “burguesía” o clase media, es justamente la cabeza pensante de la
sociedad moderna. Desde sus orígenes en los burgos de la Edad Media –aldeas en
las que se concentraban artesanos y gente con oficios- esa “burguesía” ha sido
responsable del progreso de la humanidad. De ella salieron médicos,
matemáticos, ingenieros, científicos, humanistas, abogados, economistas, etc..
Esta
es la razón por la cual en todos y cada uno de los fracasados ensayos
comunistas marxistas de la historia, el objetivo ha sido el exterminio de “la
burguesía”, vale decir, la decapitación de la sociedad. Lo hicieron Lenin y
Stalin a un costo de 45 millones de muertos. Lo hizo Mao con su esposa en el
Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, con 50 millones de muertos. Los hizo Pol Pot
en Camboya, aniquilando al 40% de la población, unos 5 millones de muertos
(bastaba usar lentes para merecer una ejecución sumaria bajo la presunción de
saber leer y escribir). Lo hizo Castro en Cuba, aunque todavía no sabemos
cuántos muertos costó.
Es
famoso el ejemplo de la Masacre de Katýn, en la que Stalin y el Soviet Supremo
ordenaron a Beria –el entonces director de la NKVD (KGB)- la ejecución sumaria
de 23.000 oficiales del Ejército Polaco durante la ocupación en la Segunda
Guerra Mundial. La Ley obligaba a todo graduado universitario a alistarse en el
Ejército al egresar de la universidad, de esta manera, la oficialidad polaca
aglomeraba a toda la clase profesional del país. Asesinando a esa oficialidad,
se exterminaba a toda la clase pensante. Una vez exterminados los oficiales,
procedieron a ejecutar también a los comunistas polacos miembros de la
guerrilla de la resistencia contra el nazismo, pues a juicio de Stalin eran
capaces de pensamiento y pasarían a ser enemigos rebelados en contra de la
dominación soviética.
El
pensamiento es el peor enemigo del comunismo. Todo aquel que es capaz de pensar
comprende que el comunismo es una aberración inviable y un crimen contra la
humanidad. El simple hecho de que para instaurarse es requisito la aniquilación
total de toda una clase social, ya lo hace violatorio de Derechos Humanos, de
la misma manera que el nazismo. Y todo aquel capaz de pensar entiende que el
pensamiento único, de cualquier signo, de izquierda o de derecha, es cualquier
cosa, mas no pensamiento. El pensamiento único es la negación de la
individualidad (esencia del colectivismo) y por lo tanto de la diversidad y de
la creatividad. En consecuencia, es la negación del pensamiento.
El castrochavismo
no fue una excepción. La pretendida revolución bolivariana que resultó no ser
más que un saqueo en gran escala, también contempló el exterminio de las clases
pensantes. Su Plan Tierra Arrasada, mediante el cual la revolución reduciría a escombros
al país y a su sociedad impulsada por la clase media o “burguesía”, contemplaba
la lucha de clases por medio del fomento de la inseguridad y la delincuencia, de
la muerte. La muerte sería política de Estado. La inseguridad sería
complementada por la ruina económica, la escasez y la inflación. Así,
homicidios, hambre y carencia de salud –todos violaciones del Derecho a la Vida
por parte de un Estado que no garantiza ese derecho- se conjugarían para
exterminar el pensamiento. Genocidio no tan velado, pero menos patente que
fusilamientos en el Estadio Universitario.
A las
muertes se sumaría la nada despreciable diáspora sin precedentes en la historia
del país. Más de dos millones de venezolanos se han visto obligados a emigrar
para sobrevivir. Millones de cerebros sacados del camino para facilitar la
entronización del comunismo. Un efecto colateral del genocidio muy deseable
para los comunistas dizque bolivarianos.
Junto
a 300.000 mil hermanos cuyos nombres deberán estar algún día en un monumento
para que la civilización no olvide, y a muchos, muchos otros más que no se
encuentran en los registros de muertes violentas, como bebés muertos por falta
de medicinas, Luis Oviedo y Diego Píccari deberán ser recordados como víctimas
de ese exterminio planificado en las más altas esferas del poder, con toda
seguridad, en un salón de algún palacio en Cuba, en donde el Mojito Cubano y
los Cohíba deben también haber estado presentes.
Es
lugar común decir que mientras haya presos políticos nadie puede tener
verdadera libertad. Pero es absolutamente cierto. Como es cierto que cuando
matan a uno de nuestros hermanos, quienes sobrevivimos no podemos tener vida. Al
menos una parte de nosotros muere con cada una de esas muertes. Pero no tengan
duda los asesinos -y no me refiero a los descerebrados que jalaron el gatillo,
me refiero a sus amos que han hecho de la muerte política de Estado-, con cada
muerte nos fortalecemos y se fortalece nuestra capacidad y decisión de lucha.
Jamás podrán vencernos. Podrán matarnos, pero no vencernos.
Leonardo
Silva Beauregard
@LeoSilvaBe